Uno de los profesores que he tenido, probablemente el mejor de todos y del que más cosas aprendí, basa todas sus enseñanzas en la idea de que la única manera de escribir un buen guión de cine es hacerlo contando una historia que te salga “de las tripas”. ¿Y qué son las tripas? Pues son el sitio donde guardas los acontecimientos vividos a lo largo de tu biografía, pero no todos ellos, sino solo los más traumáticos, los que te han afectado hondamente en tus sentimientos, tanto en un sentido como en otro: no solo las cosas tristes, también las alegres. ¡El estómago, vaya sitio más curioso para guardar los recuerdos…! Según él, la propia experiencia es el material con el que se tejen los mejores sueños cinematográficos. Es la forma más auténtica, más real de llegar al espectador, puesto que si tú mismo lo has experimentado, puedes transmitir más eficazmente los sentimientos profundos de los personajes. Como los conoces de primera mano, puedes hablar cabalmente de ellos, sin recurrir a ningún artificio. Se trataría, entonces, de bucear en nuestra vida para traer a la superficie aquellos sucesos que nos desgarraron, nos afectaron o nos dejaron huella en algún momento, para volver sobre ellos y recrearlos en una escena particular, o en toda una película si la historia es bastante suculenta. Y si a ti no te ha ocurrido nada similar, debes salir ahí fuera a experimentarlo. Si no lo haces, jamás conseguirás ser auténtico en tu escritura. En el terreno literario por ejemplo, Hemingway fue el paradigma de esta postura. Si quieres contar la guerra, participa en alguna de ellas; si quieres transmitir un riesgo de muerte, ponte a correr delante de un toro enfurecido... Los que sostienen esta postura (este profesor no está solo, claro), suelen reivindicar al cine de autor como el único verdaderamente válido, el único capaz de reflejar la vida auténtica, puesto que sus fotogramas son un trozo mismo de ella. Si no cuentas nada estrictamente personal, proyectando tu apasionante mundo interior en los personajes, eres un vulgar copiador de fórmulas establecidas. En tal sentido, las películas que nos ponía todas las semanas como ejemplo a seguir a la hora rellenar un folio en blanco, pertenecían al denominado cine de autor en un 95%. Muchas de ellas eran (y son) magníficas como “Paris-Texas” de Wim Wenders o “Un día muy particular”, de Ettore Scola, pero otras no llegaban (ni llegan), en mi modesta opinión, a tener un guión que merezca el aprobado, como “Maridos”, y “Noche de estreno”, ambas de John Cassavetes (Dicho sea de paso, de este director, uno de los paladines de la improvisación en el cine, solo aprecio “Gloria”, la única que muestra cierto interés por los “tiempos” dramáticos) Todas ellas, eso sí, eran muuuuuuy personales.
Pero yo me pregunto, ¿Hay alguna otra manera de escribir un guión excelente sin seguir exclusivamente los parámetros de la “autoría”, sin volcar tus “tripas” encima del teclado (deben quedar pocos que utilicen la mano y el papel)? A mí me parece que sí.
Existe por ahí otra gente, igual de válida que mi profesor, que sostiene que no es necesario haber sufrido en tus carnes los mismos padecimientos sobre los que estás escribiendo como requisito indispensable para construir una historia emocionante. Que no hace falta agonizar para describir los instantes finales en la vida de un personaje, vamos. Yo pertenezco, claramente, a este grupo. No a los que están a punto de palmarla (eso espero), sino a los que creen que hay muchas maneras válidas de atrapar al espectador sin haber padecido los mismos males que nuestros amigos de ficción. En el llamado “cine de género” también podemos encontrar multitud de ejemplos de historias emotivas, atrapantes, que te obligan a pensar o que te dejan un nudo en la garganta al salir de la sala. ¿Cuáles? Sin ánimo exhaustivo y sabiendo que existen tantas opiniones como colores, yo mencionaría un puñado de ellas: “Antes que el diablo sepa que has muerto”, de Sydney Lumet; “El exorcista”, de William Friedkin; “El silencio de los corderos”, de Jonathan Demme; “Match point”, de Woody Allen; “Los tres días del Condor”, de Sydney Pollack; “Falso movimiento”, de Carl Franklin; “La caja 507”, de Enrique Urbizu; “Los otros”, de Alejandro Amenábar o “Nueve reinas”, de Fabián Bielinsky. Obras todas con un guión magnífico y que no se adscriben al cine de arte y ensayo.
Por mucho que me empeñe, en mi vida personal, bastante anodina, no hay ningún cadáver guardado en el armario. ¿Significa esto que no tengo nada interesante que expresar? Claro que no. ¿Puedo relatar una historia violenta sin haberle puesto la mano encima a nadie jamás? Claro que sí. ¿Y contar minuciosamente el atraco fallido a una joyería a pesar de no tener antecedentes penales por robo (ni por ninguna otra cosa, ojo)? Por supuesto. ¿E imaginarme a una pareja presa de un amor “fou” sin haber sufrido ese tipo de locura? También. Desde luego que nuestras historias deben tener cierto grado de verdad, de autenticidad, para llegar realmente al corazón del espectador. De lo contrario, solo se produce un efecto epidérmico y olvidable, una impresión nefasta de falsedad, o lo que es peor y más común todavía, de solución tópica y recurrente, mil veces repetida en el cine. ¿Pero de qué manera consigo yo como guionista esta dosis imprescindible de autenticidad sin haberla vivido? Muy fácil: tomándola prestada de los demás. Es decir, investigando, documentándose y sobre todo, hablando, hablando mucho con la gente. Es un método parecido al de los actores/actrices más autoexigentes, que si tienen que interpretar, pongamos por caso, a un expresidiario, contactan con alguno y se comunican con él preguntándole de todo: qué se siente al salir de la cárcel, cómo reaccionan sus familiares, las estrategias de reinserción, o sus mayores dificultades. Leerse algún libro o documento sobre el tema tampoco resulta contraproducente. Para escribir una historia de este tipo, el camino más corto no puede ser el de cometer un delito para que te metan en chirona.
Por supuesto, para recorrer el camino de la emoción, en la mochila del buen guionista tampoco sobran, creo yo, el saber escuchar a los demás, ni la capacidad de ponerse en el lugar del otro aunque no le comprendas, ni ciertas dotes de observación, agudeza y sensibilidad. Y de postre, una ración doble de imaginación, esa esquiva compañera de viaje. Da igual el tipo de cine que escribas, si muy personal o de género, ningún estilo tiene el patrimonio exclusivo de conectar con los sentimientos del espectador.
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