¿De dónde se puede sacar una buena historia que contar? No me refiero a los encargos que se reciben por parte de una productora para adaptar alguna novela u obra de teatro, sino al caso del guionista que se propone escribir una historia original suya. Por el placer de escribir algo que realmente nos interese. Las fuentes de inspiración en estas situaciones pueden ser muchas: un suceso que nos ha ocurrido personalmente, ahora o en el pasado; un sueño que nos obsesiona; algo que algún conocido nos ha contado; un secreto revelado por un amigo (bueno, esto tiene cierto peligro, sobre todo si apreciamos la amistad de esa persona); un incidente del que hemos sido testigos; un texto que hayamos leído (sin plagiar, ojo), etc. Cualquiera de estos incidentes puede funcionar como disparador de la imaginación pero, muchas veces, tienen un serio inconveniente: llegan sin avisarte y en los sitios más inesperados.
¿Cuántas veces se nos ha ocurrido una idea brillante en el cuarto de baño? Parece un tópico pero juro que a mí me ha sucedido en más de una ocasión. De hecho, por este motivo, considero el váter, no como un sitio al que visitar rápidamente, sino como una especie de altar con cierta aura sagrada, donde merece la pena permanecer un tiempo. Aunque parezca mentira, más de una vez he recurrido a él para desatascar los bloqueos con una historia (y los bloqueos del intestino, por supuesto). Si el baño en cuestión es el de tu casa, no problem… pero si es el de una cafetería, el de tu suegra o el de un tren, la cosa cambia. No queremos perder la inspiración de ese momento de lucidez mental, y de satisfacción física, todo hay que decirlo. ¿Qué hacer entonces para registrar el acontecimiento, para que no se nos olvide? Muchos escritores de guiones, los de toda la vida, proponen llevar siempre encima una pequeña libreta y un boli. Mi profe, el mismo del post anterior, por ejemplo. De esta forma, nunca se nos escapará ese giro brillante (o sorprendente, off course) que suba de nivel la historia o la transporte a otra dimensión que antes desconocíamos. Otros, los más modernos, echan mano de los gadgets tecnológicos de hoy en día para inmortalizar el momento: el teléfono móvil, la tableta o la grabadora digital. Esto siempre me ha parecido algo ridículo: si ves a una persona que va hablando sola por la calle, la primera impresión que te da es que está chalada, cuando en realidad está usando el manos libres. En estas situaciones, siempre me viene a la memoria aquel personaje insoportable interpretado por Alan Alda en la película de Woody Allen, “Delitos y faltas” (una de mis favoritas del director neoyorkino, dicho sea de paso), que cada vez que se le ocurría algo que él interpretaba como genial, sacaba su grabadora (analógica, por aquella época) y hablaba en voz alta para dejar constancia… de su propia genialidad más que nada.
Yo, particularmente, me inclino por la antigua usanza: sin llegar a la libretita, que no sabes bien dónde llevarla, procuro sí fijar alguna regla mnemotécnica que me permita recordar la idea más tarde, cuando ya pueda ponerla por escrito. Pero lo que pasa es que no suelen ocurrirme demasiadas cosas extraordinarias mientras camino por la calle o viajando en metro. Por eso, a lo que de verdad recurro con regularidad es a los periódicos, ya sea en su versión de papel, o su equivalente on line. La prensa diaria está plagada de historias, disfrazadas de noticias o reportajes, que son carne de cine (corto o largo, según la anécdota principal). Por eso, llevo años utilizando las tijeras para recortar los periódicos, y desde la aparición de Internet, la impresora echa humo (y gasta cartuchos, que son carísimos). Tengo una carpeta, bueno, a decir verdad, ya son unas cuantas, repletas de recortes de prensa y hojas impresas, con multitud de historias o gérmenes de ellas, que aguardan su oportunidad para transformarse en imágenes. A lo largo de los años, he desarrollado algunas de ellas, pero la mayoría no, o sea que tengo un archivo bien surtido de papeles ya de color sepia que narran una gran variedad de cosas extraordinarias, extrañas, insólitas, raras, fascinantes, repugnantes y un sinfín de adjetivos más (también las hay ordinarias, eh…) que, sin embargo, tienen dos cosas en común: todas les han sucedido a otros y todas merecen la pena ser contadas.
Aunque tal vez la espera sea en vano, porque nunca conseguiré el tiempo suficiente para ponerme delante del ordenador y darles la forma de guión. Algunas mañanas me levanto, me acerco a la mesa del despacho y observo la librería que hay junto a la pared, donde “yacen” estas carpetas (creo que es la palabra justa) y pienso en ellas como ataúdes que contienen cientos de cuerpos inertes a la espera de ser reanimados, a la espera de alguien que los arranque de su letargo. En esos momentos, me entra una mezcla de pena y nostalgia en el cuerpo que no me abandona el resto del día. Sin embargo, a la mañana siguiente, no sé por qué, me despierto con energías renovadas, lejos del pesimismo. Entonces cojo las tijeras y me sumerjo en los periódicos antiguos en busca de pequeñas perlas en forma de historias. Después, como en un ritual ancestral, enciendo el ordenador y continúo con mi tarea recolectora en la Red.
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